jueves, 29 de noviembre de 2007

Necesito un piano

Quiero un piano. Mejor dicho, necesito un piano.
Siempre he tenido uno, ahí en el salón. Todo un privilegio. Mis padres lo compraron hace muchos años, haciendo un pequeño esfuerzo económico. O mejor dicho, haciendo un pequeño sacrificio renunciando a otros caprichos que tenían pensados para ellos, al ver que yo parecía mostrar entusiasmo por las clases de música que comencé dos años antes.
Pero he aquí, que da la sensación de que ahora quieren cobrarse aquel sacrificio. Me explico:
Yo estoy a punto de comprar un piso. Ellos están haciéndose esa casa de retiro con la que llevan años soñando. Y aunque estaba yo contando con que entenderían y aprobarían que me llevara el piano a mi nuevo piso, resulta que no. Dicen que el piano se irá con ellos a su casa nueva y que estarán encantados de recibirme allí y escucharme tocar cada vez que quiera. Yo, ante semejante revés, llevo algunos meses de negociación, hago comentarios velados, consulto escalímetro en mano los planos de mi futuro piso justo después de comprobar el ancho del codiciado mueble en su presencia...pero lejos de conmoverles, su postura parece reafirmarse.

Su propuesta de ir a tocar a su casa no es una alternativa, sobre todo teniendo en cuenta que suelo aprovechar cuando no hay nadie en la actual para tocar, por lo que sería absurdo ir a su nueva casa a hacerlo, precisamente aprovechando que están ellos.
Así es que, me temo que tendré que comprarme uno. Porque, ¿para qué quiero una casa si no tengo un piano? Pero no tengo dinero. Siempre dije, cuando era muy joven (incluso más que ahora, ejem), que lo primero que haría cuando empezara a ganar mi dinero, sería comprar un piano de cola. Ingénuo de mí, entonces no pensaba que para ello primero hay que tener un sitio donde ponerlo. Y adquirir el sitio es precisamente lo que me impide comprar el piano.

Y es que el hogar materno no es el adecuado. Por dos razones: Una, que el sitio, a ser posible, mucho mejor si es propio. Y la otra, que todo el mundo sabe que las madres al menos de la generación de la mía para atrás, no dejan un solo centímetro cuadrado virgen, sobre todo en el salón. Siempre hay espacio para una plantita, un taburete, un taquillón, una mesita con cajas y ceniceros (en los que no se puede apagar los cigarros, claro), un revistero, un bonito ficus...
¿En mi habitación tal vez? Nunca tuve una propia. Las desventajas de compartir género con mi hermano. En muchas ocasiones desearía haber nacido hembra, como mi hermana. Entre otras cosas porque así tal vez habría entendido el estilo de decoración de mi madre, y...Quién sabe, quizás si hubiera nacido mujer ahora sería pianista...Pero esa es otra historia.

El caso es que necesito un piano. Pero no tengo dinero para comprarlo. Y cuando digo que lo necesito es que quiero decir que verdaderamente lo necesito. Es posible que no sumen más de cuatro las horas que en media le dedico a la semana , pero esas cuatro, son absolutamente vitales para mí. Y es que, hay determinadas cosas que no se pueden expresar con palabras, ni siquiera con las que el rico Castellano nos brinda. Y para esas cosas, Beethoven, Shubert o Chopin, sobre todo Chopin, no sé de dónde demonios las sacaban, pero escribían las palabras exactas. Y si no pudiera desahogarme de vez en cuando citando sus “versos” al piano, creo que yo sería peor y menos de lo que ya soy. Quien toque música por gusto, me entenderá.
Lo necesito, como el sexo, como el chocolate. Y discúlpenme lo prosaico del símil, pero creo que no está del todo mal para compensar lo...casi cursi que me quedó este último párrafo.

Y esto me ha hecho pensar acerca de mis necesidades, de las necesidades. Pienso por ejemplo en la carcajada, o la indignación, o el desprecio, o simplemente la extrañeza que podría provocar a alguien que yo diga que necesito un piano. ¿Qué pensaría un ama de casa viuda con tres hijos? ¿Qué pensaría un rico hombre de negocios? ¿Y un alcohólico? ¿Y un operario de una fábrica en China? ¿Y alguien recién abandonado por su mujer (que no tuviera piano y tocara, claro)? ¿Y un massai?
Y pienso en la pirámide de Maslow , y en la razón que tenía Marx al decir que son las condiciones materiales de vida y la organización económica las que moldean el espíritu, los gustos y las ideas, y no al revés.
Y por último, estoy pensando que no sé si debo agradecer a mis padres que hicieran aquel sacrificio, o echárselo en cara. Yo estaba feliz con mi melódica (mucho más barata) por aquel entonces. Sin embargo ahora...maldita sea, ahora necesito un piano.

Ahora bien, lo que de ninguna manera les perdonaré, es no haberme concebido hembra.Quizá entonces, aunque no hubieran comprado aquel piano, yo me hubiera terminado encontrando casual o fatalmente con uno, y quizás ahora no tendría que preocuparme de comprar un piano, porque sería pianista...Pero esa es otra historia.

http://es.youtube.com/watch?v=-i0MBuLGCOQ

lunes, 26 de noviembre de 2007

Aforismo 2


La Felicidad permanente y duradera es un absurdo, cuya persecución nos impide a veces estar atentos y percibir lo único que en realidad existe: Relativamente breves y esporádicas felicidades.
Y si tal Felicidad existe, sospecho que no consiste en otra cosa que en la dosificación justa entre llevaderas penas y reparadoras felicidades. En suma, en estar vivo.

martes, 6 de noviembre de 2007

EL FINAL


Ambos cumplían años ese mes, acabando ya el invierno. Así es que una noche se citaron, y se intercambiaron sus regalos. Se echaron a reir al comprobar que el uno le había comprado al otro exactamente el mismo libro. Una prueba más de la complicidad que de repente había nacido entre los amantes...Ellos, que jamás sospecharon que se verían en semejante situación, felicitándose su cumpleaños abrazados, y despidiéndose con un beso puesto que allí donde estaban, nadie les veía. Igual que aquella primera noche, semanas atrás, cuando todo empezó, con otro abrazo y otro beso a hurtadillas.

Y después de aquella vez primera, y de la noche de los regalos, hubo algún encuentro más. No muchos, pues parece que los dioses se divertían jugando con ellos y desbaratando sus planes, y mientras Afrodita les encendía el corazón, Apolo llenaba de prudente temor sus cabezas...Pero entre cada momento a solas, aunque no se tuvieran, había gestos, miradas que se encontraban, palabras cifradas, fugaces y disimulados contactos entre sus manos, sus rostros...Y mientras, habían empezado a imaginar un plan. Un plan, con el que quizás conseguirían burlar a los caprichosos dioses.

Decidieron que, aunque fuera por un día, tenían que huir de aquel lugar, lleno de pasado, tan pesado pasado. Lleno de impertinentes miradas, de viciados sitios...lleno de realidad que nada tenía que ver con su bello sueño. Un lugar que con frías y gruesas cadenas les mantenía siempre cerca del suelo, impidiéndoles hacer lo que ellos mejor sabían hacer , lo que ellos más deseaban hacer...Volar.

Y llegó el día pactado para llevar a cabo el plan. Durante días habían estado preparando todo: cúando cómo y dónde se irían, dónde dirían a todos que se irían...Y a primera hora de la tarde de un Sábado, cogieron el coche y se marcharon, a una pequeña ciudad cerca de las montañas. La Primavera ya estaba avisando de que era su turno, y la tarde era preciosa. El cielo era de un intenso azul, especialmente azul, y se extendía infinito por todas partes. Los amantes solo podían ver horizonte alrededor de ellos, y tenían una sensación tan intensa de libertad...Y ellos respiraban tranquilos y felices aquella libertad, como el más puro de los aires, tan puro como el cegador blanco del abrigo de ella. Y por fin a lo lejos, comenzaron a adivinar las montañas. Las cumbres desde las que habrían de lanzarse por fin, sin miedo, a volar.

Dejaron sus cosas en la habitación del modesto pero encantador hotel en que se alojarían. Y sin más preámbulos salieron a pasear de la mano por ese nuevo sitio, en que nadie les miraba, en que a nadie parecía importar quiénes eran. Cenaron, bebieron, poco menos que se emborracharon, se rieron, charlaron...Ella parecía quedar hipnotizada por la manera en que él hablaba de cualquier cosa. Y él, se sentía cómodo sabiendo que ella le escuchaba, y que parecía entender y compartir su mundo. Y a su vez se interesaba por conocer el de ella.

Se hizo tarde, y decidieron volver a su habitación. Él abrió la puerta, dejándole pasar a ella primero, tan bella, tan elegante, tan luminosa con su abrigo blanco...Cuando entraron, ya no había mucho más que decir. Se miraron, se sonrieron, y empezaron a buscarse el uno al otro, despacio, pero con ansiedad.





Ella se quitó el abrigo, dejándolo caer al suelo, casi con rabia. Como si por fin junto con ese abrigo se despojara también de toda la prudencia y temor con que hasta ahora se había visto obligada a darse a su amante. Él correspondió al gesto y continuó desvistiéndola mientras besaba y acariciaba cada nuevo centímetro de piel que quedaba al descubierto, como si cada uno fuera un tesoro perseguido durante siglos. Quedaron por fin ambos desnudos, frente a frente. Y algún pequeño signo de rubor asomó al rostro de ella. Y el rostro de él...Ah! El rostro de él estaba absolutamente turbado por la belleza de su amada, tan serena su figura, tan cristalina su piel...Brillaba ahora incluso más que cuando su abrigo blanco reflejaba la intensa luz de la Primavera. Y ese rubor en los ojos y en las mejillas de ella, le enterneció tanto...

Se tendieron en la cama. Por fin, los amantes se pertenecían absolutamente. Él la acariciaba con tanto deseo y ternura, que ella temblaba y sentía que le quemaba, y le correspondía abrazándose fuertemente a él, como se aferra el moribundo a su último aliento. Él creía oír la más bella música, acompañando la danza de ella sobre él, y le decía con la mirada palabras de amor, que eran a su vez la música que a ella le incitaban a danzar...

La pasión lo invadió todo, arrasó con todo, lo incendió todo. Los amantes apenas tenían cada uno conciencia de sí mismo. Sentían que existían solo en el deseo del otro, en las caricias del otro. Sentían que cada uno existía, porque existía para el otro...Y entonces lentamente, empezaron a elevarse algunos centímetros sobre la cama, adheridos, y cada vez más perdidos el uno en el otro. Se elevaron más, y más. Y la habitación, el hostal, la ciudad entera, todo, comenzó a derrumbarse a su alrededor mientras ellos subían cada vez más alto. Ah! De una vez por todas, los amantes se habían deshecho de lastres de contextos, de conciencia, de razones y sinrazones, y habían levantado el vuelo. Ahora el mundo abajo ya no significaba nada, porque simplemente no se alcanzaba a verlo, estaban tan por encima de él, por encima de los burlados dioses, por encima de sí mismos...Volaban!

A la mañana siguiente un sol espléndido comenzó a asomarse a la habitación por entre las rendijas de la persiana. Él se despertó. Se sentía plenamente descansado, sereno, feliz. A su lado, su amada dormía aún. Durante un buen rato se dedicó a observarla. Estaba de lado y de espaldas a él, y las sábanas apenas le cubrían las piernas. La luz de la espléndida mañana que se colaba por la ventana creaba una penumbra en la que el color de su piel adquiría un tono especialmente dorado. Por fin, él la besó dulcemente en el hombro, y ella despertó también. Se giró, y al encontrar el rostro de su amado, sonrió. Un beso de buenos días, una sonrisa de buenos días.

Se vistieron, recogieron sus cosas, y después de un abundante desayuno emprendieron la vuelta aquel Domingo hermoso, incluso muy caluroso para las fechas que corrían.


Y llegaron a la ciudad de la que parecía que hacía un siglo que escaparon. Fueron hasta ese discreto sitio que habían decidido que era el más adecuado para que ella bajara del coche sin despertar suspicacias. Se miraron, y supieron que ambos estaban pensando lo mismo. Sí, ese era el final de la historia, ya no habría más encuentros ni fugas. ¿Qué sentido tendrían? Habían volado lo más alto que podían. Todo el edificio de su historia de amor había ardido, y se había derrumbado al igual que la habitación, el hostal y la ciudad debajo de ellos la noche anterior. No había otra salida para su historia de amor que aniquilarla dejándola arder, igual que la llama se extingue cuando no encuentra oxígeno. Y eso era precisamente lo que habían hecho, consumir su amor en un incendio de una noche, la única que tenían. Y es que los amantes, preferían una noche de violento fuego, que una eternidad de cálidas cenizas.

Ella se puso su abrigo. Él le acercó su bolso del asiento trasero. Una vez que ella bajó del coche, él le dijo a través de la ventanilla bajada:

-Oye, ¿Qué tal vas con el libro?
-Ya lo terminé- respondió ella- ¿Y tú?
-Aún no lo empecé...-dijo medio avergonzado- ¿Mañana te veo donde siempre?
-Supongo que sí.

Se sonrieron y mediante un gesto con la mano, se despidieron.